Cada gobierno, ante la urgencia económica, desempolva el mismo discurso: atraer capitales externos que prometen desarrollo, empleo y modernización. Pero tras la retórica del progreso se esconde una lógica de dependencia, transferencia de la renta y degradación laboral.
Por Juan A. Frey
Desde hace décadas, el argumento se repite como un dogma incuestionable; “Necesitamos inversiones extranjeras para crecer”. La frase suena sensata, moderna y hasta inevitable. Sin embargo, la experiencia histórica muestra que este mantra no ha traído desarrollo sostenible, sino una dependencia cada vez más profunda del capital especulativo. Basta recordar los años ’90 en Argentina y América Latina, cuando las políticas de “apertura y privatización” impulsadas por el (*) Consenso de Washington atrajeron flujos financieros masivos que terminaron en fugas de capital y endeudamiento.
Los llamados “inversores extranjeros” no vienen a fundar industrias ni a crear cadenas de valor locales. En su mayoría, arriban con capitales financieros que buscan ganancias rápidas y seguras, muchas veces en sectores extractivos o rentistas. Cuando no encuentran las condiciones que garantizan su rentabilidad, se retiran sin dejar más que pasivos ambientales, deudas y desocupación. Ejemplos sobran; la retirada de Repsol tras la privatización de YPF en 1999 y su posterior estatización en 2012 dejó una estructura petrolera vaciada y en desinversión; la crisis minera de Bajo La Alumbrera, en Catamarca, muestra cómo los proyectos extractivos generan beneficios limitados y graves pasivos ambientales.
En el supuesto cada vez más inverosímil, de que la inversión sea productiva, el beneficio real para el país es mínimo. El Estado, para atraerlos, termina pagando la factura de su instalación y operación; construye la infraestructura necesaria, garantizando acceso a energía subsidiada, otorga exenciones impositivas y asume los riesgos que el privado no quiere correr. Así también ocurrió con el régimen de promoción industrial en Tierra del Fuego (desde 1972 y prorrogado en 2021), donde los beneficios fiscales multiplicaron los costos públicos sin consolidar un desarrollo tecnológico propio.
A eso se le suma un costo menos visible pero igualmente alto; la pérdida de soberanía económica. Cada contrato, cada cláusula de “estabilidad jurídica”, amarra al Estado a condiciones que le impiden modificar reglas o políticas públicas, sometiendo al país a fueros internacionales ante cualquier conflicto legal. En nombre de la “previsibilidad”, se blindan los intereses privados y se desprotege al interés público. Argentina, por ejemplo, ha sido uno de los países más demandados ante el CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones), con más de 60 causas iniciadas desde los años 2000, muchas derivadas de privatizaciones y contratos con multinacionales de servicios públicos.
El discurso de la “modernización laboral” suele acompañar estas estrategias como una supuesta necesidad para “competir en el mundo”. Sin embargo, lo que se esconde tras esa expresión amable es una agenda de flexibilización, reducción de derechos, salarios más bajos, contratos más precarios y menor capacidad de negociación sindical. En los ’90, las reformas laborales impulsadas en Argentina, Brasil y México bajo esa lógica no generaron mayor empleo formal, sino el crecimiento del trabajo informal y la pérdida del poder adquisitivo.
Se presenta como una condición indispensable para atraer inversiones, pero en la práctica abarata la mano de obra nacional sin garantizar empleo ni productividad. La paradoja es cruel, se promete trabajo de calidad mientras se desmantelan las condiciones que lo hacen posible.
La palabra “previsibilidad” ha adquirido estatus de fetiche en los discursos económicos. Pero, ¿previsibilidad para quién? No se trata de garantizar estabilidad a los ciudadanos ni a las pymes, sino de asegurar a los grandes capitales que nada interferirá con sus ganancias.
Esta “seguridad jurídica” se traduce en mecanismos de transferencia automática de la renta al exterior, donde las multinacionales gozan de privilegios que las colocan por encima de las leyes nacionales y provinciales. En ese marco, los Estados quedan reducidos a la condición de gestores de intereses ajenos, y los países, convertidos en cotos de caza económica donde los recursos se extraen sin valor agregado y con mínima o nula tributación. Entre 2016 y 2019, por ejemplo, las empresas mineras en Argentina repatriaron utilidades por más de USD 4.000 millones, mientras su aporte tributario directo fue menor al 3% del valor exportado.
La reciente creación de regímenes como el RIGI (Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones) representa la institucionalización de esta lógica. Bajo el argumento de atraer capitales, el Estado concede beneficios fiscales, aduaneros y cambiarios extraordinarios, comprometiendo su capacidad de regulación. Este esquema recuerda al “Acuerdo Federal Minero” de 1993 o al “Régimen de Inversión Minera” de 1995, que ya otorgaban estabilidad fiscal por 30 años y exenciones de retenciones, con resultados magros en materia de desarrollo local.
Mientras tanto, las pequeñas y medianas empresas que generan más del 70% del empleo formal quedan fuera del juego, compitiendo en desigualdad de condiciones. En otras palabras, la reforma laboral y los regímenes de privilegios no están diseñados para potenciar al empresariado nacional, sino para blindar las ganancias del capital transnacional.
La historia económica latinoamericana ofrece lecciones claras, ningún país ha alcanzado desarrollo sostenible entregando su soberanía económica ni subordinando su política pública a los dictados del capital externo. México, tras tres décadas de TLCAN, vio aumentar la inversión extranjera directa pero también la desigualdad y la dependencia exportadora de manufacturas sin contenido nacional. Chile, pese a su apertura, mantiene una matriz productiva concentrada en el cobre, y Brasil experimentó la reprimarización de su economía durante los 2000.
El progreso real requiere inversión pública estratégica, fomento a la innovación local y fortalecimiento del trabajo nacional. La apuesta por el inversor extranjero como salvador es, en el mejor de los casos, ingenua; en el peor, una justificación para perpetuar la desigualdad. La zanahoria del desarrollo que se agita ante la sociedad es vieja, y ya nadie debería correr detrás de ella.
(*) https://www.youtube.com/watch?v=GrJ5KoOd5CI
(*) https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-77422012000100003





































