El país estalla, la economía hundida, la pobreza que no deja de crecer, una inflación indómita y los Fernández siguen con su puesta en escena: la “pimpinelización”, que sería cómica si no fuera trágica, entre los dos máximos responsables institucionales del país, expone como nunca el grado de inmadurez humana y de irresponsabilidad política que tienen ambos. Pero hay algo mucho más grave, el daño que Cristina hizo a la sociedad y que se transformó en una cultura.
Por José Mayero
La “grieta” dejó de ser un tema político para transformarse en un doloroso trauma social. Familiares que no se hablan, amigos de toda la vida que dejan de verse, familias fracturadas por los desacuerdos y sumergidas en incómodos silencios. Es algo que instaló Cristina desde el poder en los últimos veinte años con un discurso radicalizado, dogmatico e intolerante. Lo convirtió en una cultura, en una forma antagónica de ver la vida. Plantear diferencias políticas y mantener la conversación se tornó imposible. Convirtió a su forma de ver y hacer política en un fanatismo militante que ejerce la provocación, busca deliberadamente el choque, en una actitud que contamina hasta los vínculos afectivos y dificulta la paz social. Es una de las secuelas más profundas de una concepción totalitaria que se ha apropiado del poder. Con la recuperación democrática poco a poco se había recuperado una atmosfera pluralista. Con el ascenso del kirchnerismo al poder esa atmosfera comenzó a resquebrajarse hasta romperse totalmente con la impronta de Cristina, al instalar la “grieta” como separador de unos y otros. Reabrió heridas, revivió antagonismos, exaltó el dogmatismo militante, promovió resentimientos, conminó a la categoría de enemigo al adversario. Todo se resume en aquella frase “vamos por todo”. Se asumió así una concepción de apropiación del Estado, de la historia y de una autopercibida superioridad moral que se venía a imponer como un acto de justicia reparadora. Esa cultura permeó muchas capas sociales, incentivó la lucha como una cuestión épica, y estimulo el fanatismo en una militancia, que en muchos casos, a cambio de un fervor incondicional, recibió sueldos, prebendas y privilegios. El atropello militante funcionó como una especie de censura, canceló el debate desde la mesa de un bar hasta recintos académicos. A los que piensan distinto a esa cultura se los descalificó en las formas más severas: desde “odian al país” a “son perores que los nazis” verbalizaron. El Presidente llamó “idiotas” a los que cuestionaron la cuarentena. Toda esa beligerancia intolerante derramó hacia la sociedad. Así, en muchas familias, por ejemplo, se hacen esfuerzos para mantener la “zona de silencio” y eludir ciertos temas de confrontación. La capacidad de escuchar al otro es otra victima de esa cultura intolerante instalada por Cristina. El disenso se penaliza y una opinión diferente es descalificada, incluso antes de ser emitida. Las escuelas y universidades que deberían ser usinas del pensamiento plural, terminaron encerradas en esa lógica. Recordemos a la maestra en La Matanza cuando un alumno se animó a cuestionar al kirchnerimo y lo increpó a los gritos. Cristina nos retrotrajo a épocas en que opinar podía ser peligroso (aclaro, no en los términos de “desaparecer”), por lo tanto la conversación se anuló en un clima de hostilidades y descalificaciones. Y ese es el mayor daño que Cristina hizo al país. Llevará años superar esta forma de ver la política.
Cristina es una adicta al poder, al igual que su esposo que murió víctima de esa adicción. Y sabemos, un adicto es alguien que no puede vivir sin su objeto adictivo, sin su droga, aunque esa droga destruya su vida y la de los demás. Cristina y Néstor fueron el encuentro de dos resentimientos, cada uno por distintas razones. Hicieron cualquier cosa para conseguir dinero y poder. Ella vive aislada, encerrada, con pocos contactos con el exterior. Nada le importa fuera del poder. Es una olla emocional a presión. Si una mujer así se postulara para ser CEO de cualquier corporación, desde la pequeña a la más grande que imaginemos nadie la tomaría. Sin embargo hace veinte años es la persona más poderosa de la corporación más grande de la Argentina: el Estado. La forma de ejercer el poder revela nudos emocionales mal digeridos. El problema es que esa patología la permeó en la sociedad. No solo Cristina robó y es corrupta, sino, y eso es lo más grave, nos robó, a una generación, al menos, parte de la vida presente, las expectativas, los sueños, las ilusiones y el futuro.