En estos tiempos de Coronavirus se nos está escapando una de las pandemias más grandes y dañinas que existen para el ser humano: la obesidad informativa. Las fake news, o lo que es igual en castellano, las falsas noticias, nos persiguen desde la mañana a la noche.
Por Mayte Martín
La digna profesión periodística está siendo relegada de un lado, de personas que quieren su minuto de gloria a través de las redes sociales, y de otro, de profesionales que venden su alma por la gloria, la fama y una buena suma a final de mes. Esas noticias falsas, nos dicen, que son un tipo de bulo que consiste en un contenido pseudoperiodístico y cuyo objetivo es la desinformación. Es cierto, nos estamos engordando los cerebros con esas afirmaciones que no son más que la tapadera, la triste tapadera de personas anónimas que aprovechan para lanzar sus tóxicas palabras. Palabras que, para los periodistas de vocación, para quienes investigamos y seguimos una noticia hasta dar con la veracidad de los hechos, se nos hacen espuma en la boca y electricidad en la yema de los dedos. Bien cierto que sabemos que las noticias son flor de un día, que lo que hoy hace parar una rotativa, mañana se habrá olvidado. Pero la cantidad de disparates vertidos en los últimos meses nos hace plantearnos hasta donde la libertad de expresión deja de ser un derecho inalienable reconocido en la Carta Universal.
Nos invade la pandemia de periodistas o personas que se dedican a la comunicación pagadas por la oposición para verter residuos tóxicos sobre los gobiernos legítimamente elegidos en las urnas. Un claro ejemplo es lo que sucede en nuestro país donde la extrema derecha y la Iglesia han encontrado un filón para despacharse a gusto. Una extrema derecha que se ha atrevido, parapetada en sus anónimos mensajes, a solicitar una rebelión por parte del Ejército, que ha pedido la sublevación de los ciudadanos y en los últimos tiempos ha intentado menospreciarnos a las mujeres, a los colectivos luchadores por la diversidad y la inmigración. Una extrema derecha que no es capaz de reconocer la necesidad de una renta vital para aquellas personas que han quedado desamparadas con la crisis mundial del virus que nos asola. Grupos políticos que han dado la mano a las derechas y organizaciones denominadas centristas para decapitar las ideas más progresistas y evolutivas.
En nombre de la libertad de prensa, esa que las personas que portamos esta digna profesión hemos defendido en las trincheras más adustas, en ese nombre, no. Desde la posición que podemos, con las herramientas que poseemos debemos hacer lo posible por destapar esas falsas noticias. Reivindicar el justo puesto que merecemos en la sociedad y en la tela de araña que hemos ido tejiendo desde los estados democráticos, desde las defensas de los Derechos Humanos, pero ante todo la vida, la dignidad, la igualdad. Debemos combatir sin duda con dieta informativa el sentimiento de odio, la transmisión de valores xenófobos y machistas que nos está destruyendo. Es como grasa superflua, colesterol que tapona las arterias y hace que la sangre no fluya, que la libertad no fluya.
Ahora que celebramos el bicentenario universal del insigne Benito Pérez Galdós, y máxime en mi país y comunidad canaria, donde nació, podemos recordar que la literatura como la vida, es ambigua y subjetiva. Una puede y debe interpretar lo que lee, pero no cabe duda que el autor nos dejó un inmenso e intenso legado de la historia del siglo XIX. Hizo crónicas de la vida cotidiana de un Madrid que representaba a la mayoría de la sociedad, sin dejar de ser escritura creativa. Periodista a su pesar que nos dejó un legado inmenso de cómo hacer las cosas con objetividad, sin censura, pero mesura.
Es cierto que no somos máquinas, que quienes hacemos periodismo tenemos la desgracia de ser seres pensantes con capacidad de decidir, que la honestidad no nos permite pasar por alto todo aquello que atente contra lo que consideramos de interés público y nos veamos en la obligación de sacar a la luz, de airear las cortinas de los despachos políticos. Pero quienes amamos esta profesión sabemos que mentir no solo cava nuestra propia tumba al perder la credibilidad, sino que nos suicidamos moralmente, porque jamás levantaremos cabeza.
Debemos combatir a los y las columnistas que suelen confundir el periodismo de investigación con el de instigación, como escribía hace poco en su blog un periodista jubilado y consagrado, Ángel Tristán Pimienta. Esas personas que desde sus púlpitos ideológicos han ido derramando gota a gota un potente torrente de veneno que confunde a las audiencias. “Insisto: ¿Nadie se acuerda de las mareas blancas, y de las azules, y de las rojas, y de las verdes, que inundaban las calles de España para protestar contra el machaqueo inmisericorde a los trabajadores y clases medias, y cuyo resultado, detectado hasta por la OCDE, el FMI, el Banco Mundial, Bruselas… ha sido que los ricos salieron mucho más ricos y los pobres mucho más pobres, hasta que el confinamiento ha traído un factor de igualdad que desequilibra e incomoda a los privilegiados?”- señala.
Como la literatura, pues, desde nuestro descampado, nuestro territorio comanche diario entre palabras y letras, debemos instruir con dietas bien elaboradas cual nutricionistas y desde la ciencia endocrina, recetas que salven a la humanidad. Tenemos que buscar la vacuna que inocule la maldad que existe tras este periodismo digitalizado, este periodismo para el que nos preparamos con la ilusión del navegante que se enfrenta a corrientes inesperadas. Dejaremos que la brújula de nuestros conocimientos nos guíen, y podamos contribuir a un mundo globalizado, un mundo que nos acerca orillas como en este caso a través del Atlántico y desde mi isla, desde Europa hasta el continente americano.