Una aclaración previa: pido disculpas por romper una de las reglas del periodismo, en algunos pasajes de esta columna voy a ser autorreferencial.
Por José Mayero
Días pasados un compañero de estudio llegó del viejo continente, fue a visitar a sus dos hijos que migraron hace tres años. Jóvenes profesionales que tenían aquí una situación económica resuelta. Más personal, hace poco más de un año se fue uno de mis ahijados. Dolor y tristeza. Dejando de lado mis sentimientos personales, la pregunta es ¿qué moviliza a jóvenes de menos de 30 años a irse?
El caso de los hijos de mi compañero, profesionales, además de un presente en términos económicos resuelto, dueños de una importante explotación agropecuaria. Mi ahijado con una carrera técnica que le permitió tener trabajos ascendentes hasta capitalizar, a los 28 años, un emprendimiento propio, exitoso, con un capital importante y trabajo de sobra. Todos, muy lejos del techo en sus posibilidades. Todos, menos de 30 años. Todos, a pesar de sus éxitos individuales se van donde perciben un rayo de luz. Afuera. Es un goteo, no hay día en que un amigo, un familiar, un conocido, un amigo de un conocido no se mude a Europa, o a EEUU, o a Canadá, o donde sea, donde haya un horizonte de esperanza. ¿Qué los motiva a irse? Podría encuadrarse como un juego exploratorio de jóvenes en edad de construir sueños y esperanzas.
Podría decirse que se toman esas decisiones en un contexto en el que parece estar de moda irse. Sin embargo las causas son más profundas ya que a la edad en que los jóvenes comienzan a sentirse más seguros en sus barrios, en sus estudios, en sus trabajos, cerca de sus familias y de sus amigos se planteen la posibilidad de volvera armar sus vidas fuera del país. Debo reconocer que sentí por la carga afectiva dolor e impotencia en el caso de la persona más cercana, pero también comprensión y resignación. Aun en la tristeza y el desgarro afectivo, tengo la percepción de un futuro mejor para la nueva generación, lejos de un país, este, que lo único que ofrece es inestabilidad, incertidumbre, que se tambalea una y otra vez en la cornisa, que vuelve a tropezar una y otra vez con la misma piedra, que en pleno siglo XXI es capaz de poner en duda el respeto a la propiedad privada, a las instituciones, el valor del merito, a tomar decisiones en función de una planilla de encuestas en vez de hacerlo en términos profesionales, estadísticos y científicos.
En suma, los que se van sienten (y muchos de los que no nos podemos ir sentimos), que la agenda de la Argentina ya no atrasa un par de décadas, sino dos siglos. Es un país toxico. Y algo más grave, sienten y sentimos que el futuro será peor. Es un país, NO, me corrijo, voy a ser más preciso, porque la idea de país es un poco abstracta, es la dirigencia política que nos gobierna la que nos llevó a este estado de decadencia eterna. Justo es decirlo, lo hacen dentro del marco democrático, por lo cual hay una parte no menor de la sociedad que está en sintonía con lo que expresa y hace esa dirigencia.
Detrás de las derivaciones políticas y económicas que inducen a dejar el país, late un doloroso fenómeno social. Sin embargo es tan fuerte el nivel de frustración que aun, para una cultura como la latina donde la perdida de cotidianidad en el vínculo entre padres e hijos, abuelos y nietos implica un profundo dolor, no impide el éxodo. La tecnología achicó las distancias, pero no es lo mismo ver crecer a un nieto que verlo por zoom, no es lo mismo el abrazo de cumpleaños que el festejo con el celular arriba la mesa. Allí, la lejanía no es ya un concepto abstracto, es un nudo en la garganta. A mi ahijado se le murió el abuelo días pasados. No hay zoom, teléfono, chat que pueda atenuar el duelo.
Hay algo que agrava aún más la tristeza, la angustia, en mi caso particular no me quedaron argumentos para persuadir a la persona cercana que emigró a que se quede. Compartíamos el mismo pesimismo sobre el futuro de la Argentina, sentí no tener ningún derecho a pedirle que sacrifique su futuro y sus oportunidades.
Más allá de que no siento ninguna responsabilidad por el país que padecemos. No soy responsable de haberle dejado a las nuevas generaciones este fracaso. Como una gran parte de la sociedad hice las cosas lo mejor que pude, como gran parte de la sociedad que todos los días se levanta para cumplir con sus tareas. Como gran parte de la sociedad soy de los que creen en el trabajo, en el estudio, en el esfuerzo, en el mérito, en las instituciones, en un modelo de democracia donde los pilares de la República sean las balizas que iluminen el camino. Pero no fue esa la opción prevalente. Fue y es la dirigencia política la responsable de esta pobreza estructural y potencial, de esta macroeconomía enloquecida, de esta política revulsiva.
Nos encerraron en una jaula de mitos autodestructivos, con políticos que repiten slogans populistas emborrachados en su misma bebida. Sus discursos y acciones siguen girando sobre la fotografía de un país que quedó congelado hace décadas. Son discursos y acciones que determinan la ausencia de futuro. Y lo que es peor, cimentan la sensación que el futuro es más oscuro aún. La Argentina actual es la que moviliza a muchos a intentar un destino mejor. Otra imagen de la eterna decadencia Argentina. Como el titulo de aquella película, “triste y solitario final”. Aunque trillado, la salida sigue siendo Ezeiza.