Veinte años de centralidad kirchnerista han permeado en gran parte de la ciudadanía distorsionando ideas básicas sobre el valor de las cosas y la sustentabilidad de los recursos públicos, boicotearon la cultura del esfuerzo y la vocación de riesgo. Causas nobles fueron prostituidas por el ideologismo extremo y la corrupción. Más allá del daño económico que produjeron, dejaron instaurada una cultura. Slogans como el “estado presente” instauraron un pensamiento dominante.
Décadas de populismo se han metido inexorablemente en el imaginario social, haber vivido en una vorágine galopante de emisión monetaria, déficits crónicos, subsidios e inflación descontrolada ha hecho un gigantesco daño económico, pero también un enorme daño cultural, ha moldeado de alguna manera la psicología social. Ha nublado la perspectiva de futuro, sacrificando en el altar del corto plazo, el horizonte de largo plazo. Exacerbó el “extremo presente” en el que se gastó sin mirar la cuenta, boicoteando además la cultura del esfuerzo. Y desdibujando las mínimas pautas de racionalidad y cuidado hasta en los hábitos más cotidianos. Analizar esas ideas distorsionadas es tan importante como reducir el déficit y la inflación. Aunque más difícil.
Desde ya que una economía sana induce a comportamientos mas virtuosos como la planificación, el sacrificio y el ahorro pero hará falta una profunda revisión de hábitos que se transformaron en una forma de vivir, en una cultura. Veamos un ejemplo: se habla de los subsidios a los servicios públicos, luz, gas entre otros, como un problema estrictamente económico. Lo son, pero también han producido una desviación conceptual. Si mis padres, abuelos apagaban las luces, graduaban la calefacción, no dejaban el televisor prendido porque siempre recordaban que eso tenía un alto costo para la economía familiar, hoy hay otra generación que naturalizaron el despilfarro. Una factura de luz llegó a valer lo mismo que un café. ¿Quién lo pagaba, como se financiaba semejante distorsión?
El populismo encarnado por el kirchnerismo tuvo la “enorme virtud” de generar un exitoso relato que ocultaba el vínculo entre esa “gratitud” y la inflación, la salvaje presión impositiva y los crónicos déficits en una economía además, como si fuera poco, atravesada por la corrupción.
Hace pocos días, la escena en el conurbano era angustiante y desoladora. Casas con medio metro de agua, calles completamente anegadas, comercios con heladeras y computadoras arruinadas, autos tapados por el agua, apagones, electrocutados, muertos flotando. ¿Culpa de la naturaleza o del populismo?. La pregunta interpela las gestiones, que, la mayoría empoderadas de populismo, son administraciones viciadas, ineficientes, en las que sobran militantes y faltan ingenieros. Son gestiones enredadas en el cortoplacismo, en la politiquería, en la demagogia populista, sin horizonte de mediano y largo plazo, sin ideas innovadoras, sin planes estructurales. Lejos de ser una desgracia inevitable, las inundaciones como otros flagelos son la consecuencia de una idea de “Estado presente” que se enamora de los eslóganes mientras descree de la administración, del trabajo serio, de la planificación, del merito, virtudes a las que suelen descalificar como una “tecnocracia”. En sociedades que nos deslumbran por la calidad y excelencia de su infraestructura, por las prestaciones pública de calidad, lo que hay antes que la riqueza es un sentido de la responsabilidad, del cuidado y la valoración del bien común. Cuidar el patrimonio y el presupuesto fiscal es un valor económico pero también cultural. Recuperar esa idea básica sobre elk valor de la cosas asoma como uno de los grandes desafíos de un país que intenta encontrar un nuevo rumbo.
Milei tuvo el acierto de conectar la miseria en todo sentido en la que estamos estancados con el “Estado presente”. Al menos una parte de la ciudadanía comenzó a conectar ese “Estado presente” con las inundaciones. Por eso, Milei no es explicable sin los veinte años de centralidad kirchnerista.