Bernardo de Chartres propone en el siglo X, la metáfora de los hombros del gigante, según la cual
el hombre respetuoso de los precursores, por enano mental que sea, si se sirve de la experiencia
ajena, alcanza mayor visión que el genio más grande de la historia que se conduzca solo. Con esta
imagen se enseña la importancia de asimilar el trabajo de siglos que han hecho los faros del saber
para plantarlo como plataforma desde la cual partir hacia un objetivo más ambicioso.
Uno de los mayores desafíos para el intelecto del hombre común es el proceso que concluye en el
aprendizaje de la lecto-escritura. Pero también esa conquista, si se logra, determina el desarrollo
de la inteligencia, como ninguna otra.
Los números alarmantes que denuncian el fracaso más hondo de la educación argentina obligan a
la sociedad a repensar el tema.
¿Por qué en colegios en que hace cinco décadas, los estudiantes eran perfectamente capaces de
leer textos académicos al llegar al último año, hoy un porcentaje alto no puede leer el diario, no
comprende una nota periodística?
Como todo lo que opera en la realidad, se debe a múltiples factores. Aunque, cuando los números
son abrumadores, es preciso ir hacia atrás en las causas, hasta la misma raíz.
Durante al menos tres décadas del siglo XX y en estas primeras del XXI una metodología para la
alfabetización inicial ha ganado tanto terreno que la formación de las/ los maestras/os dejó de
consignar todo método que no coincida con ella. Motivos extra-escolares signaron ese
imperialismo pedagógico que no hizo sino lanzarnos a un problema que tardará décadas en
resolverse, si es que logra legitimarse el diagnóstico de esta enfermedad de la didáctica.
Quienes no frecuentan el ámbito de la educación tal vez no puedan medir la gravedad, pero no
hay docente secundario ni universitario que no haya notado que un grupo creciente de alumnos
ha quedado fuera del mundo alfabetizado, aun habiendo cumplido la trayectoria escolar completa.
Hoy, que ya se han hecho las investigaciones de rigor, no sólo desde los grupos de investigación
especializados, sino también mediante algunos dispositivos de evaluación oficiales, las inferencias
son una realidad probada. Y los datos que ofrecen no sólo señalan la incapacidad de un número
inverosímil de analfabetos funcionales escolarizados. Las pruebas Aprender también denuncian un
resultado alarmante, según revela Ana María Borzone, doctora en letras, investigadora del Conicet
y experta en alfabetización: el 80% de los estudiantes argentinos padecen algún grado de dislexia.
Borzone ha difundido asimismo los números promedio de este flagelo en el resto del mundo. Sólo
el 4 % de los estudiantes desarrolla dislexia en otras latitudes. Este hecho arroja pistas sobre el
fracaso argentino.
Algo de lo que estamos enseñando lacera profundamente los honestos fines de enseñar de los
docentes. La misma investigadora sostiene que no es responsabilidad de los niños la inefectividad
del proceso de enseñanza. Más que venir desde las bases del proceso, ella lo identifica con las
metodologías empapadas de ideología que han destruido la tradición alfabetizadora para
proponer una metodología montada en ideas tan “aspiracionales” como despojadas de realismo.
Durante décadas se ha enseñado según la perspectiva que se autodefine como “corriente
psicogenética”. ¿En qué consiste teóricamente y en qué prácticas se ha convertido en las
escuelas?
Emilia Ferreira, investigadora argentina que postula la teoría de la psicogénesis de la lengua
escrita, sostiene que la lecto-escritura es un proceso activo, en el que los niños construyen su
propio conocimiento. El docente está allí para facilitar esos descubrimientos, pero no funciona
como un agente activo. Los errores, para Ferreira, son parte del proceso de aprendizaje aun
cuando no se deban corregir. La autorregulación del niño frente a los errores reemplaza la función
esencial del docente para diagnosticar y subsanar las dificultades.
El resultado es esta educación en la que estudiantes cercanos al término de la escuela media no
saben reconocer la sílaba tónica de un vocablo, mucho menos ubicar las tildes al escribirlo. No
conocen cómo se corta palabra cuando el espacio no permite completarlo al término de un
renglón. Sostienen que “ojo” es un verbo, “porque ve”. Ignoran completamente dónde ubicar
mayúsculas y minúsculas. Escriben “hace rato que no viene mi abuelo” como “aserrato no viene
mi abuelo”, con lo cual revelan que hablan por fonética sin advertir que están frente una acción y
su objeto directo. No extraña, entonces, que no puedan leer de corrido y no comprendan textos
simples. De la prosodia, ni noticias.
La novedad en los años posteriores a la pandemia es que, en casos crecientes, los docentes deben
escribir en el pizarrón solo en imprenta mayúscula, porque muchos estudiantes no saben leer otra
letra. Si esto no es una señal de decadencia, no se me ocurre qué pudiera serlo. Máxime si
consideramos que no existen libros —fuera de los editados para niños pequeños— que utilicen
esta tipografía. Así, mientras los alumnos con recursos y capital cultural conocen muy bien que la
letra imprenta mayúscula se traduce en la cultura contemporánea como un grito o una forma por
demás imperativa, los que no han tenido la suerte de desarrollarse, sólo saben “Gritar”. Y no
habrán de acceder a los libros por cuanto la industria editorial propone la imprenta minúscula
como herramienta de transmisión escrita.
Algunas provincias argentinas, convencidas de la inefectividad del método psicogenético, han
tomado cartas en el asunto y comenzado a implementar otros métodos de enseñanza-aprendizaje
que hoy empiezan a rendir frutos. Mendoza y San Luis ya utilizan métodos cercanos a la educación
con la que se alfabetizaron muchas generaciones con resultados satisfactorios.
¿Qué plantean específicamente?
Primeramente, que la lecto-escritura no es una construcción que pueda hacer un niño de cinco
años sin una guía activa. Que el error solo es corregible cuando el niño reconoce que ha errado. Y
únicamente el docente puede señalarlo. Que el proceso inicial que supone leer y escribir textos
simples no debe extenderse más allá de primer grado.
Que el punto de partida debe ser aquello que el niño lleva al colegio como patrimonio propio de
su competencia lingüística, el dominio del lenguaje oral que le permitió sobrevivir, expresarse,
preguntar y aprender antes de la alfabetización. En efecto, el primer paso del proceso debe ser la
“conciencia fonológica”. De este modo el aprendizaje individual calca el modo en que se
manifestó, en el pasaje de la prehistoria a la historia, la necesidad de toda escritura.
Para Ana Borzone y su equipo de investigación, el o la educador/a también debe realizar una
lectura dialógica cotidiana en la que será quien enseñe el vocabulario, la prosodia, y guíe la
interpretación. Este ejercicio debe ser permanente desde el principio del proceso alfabetizador.
Si en principio la tarea docente requiere enseñar a resolver una actividad, será en conjunto con los
chicos que lo resolverá el docente. Luego dará lugar a que los estudiantes, en grupo,
cooperativamente, resuelvan un ejercicio similar. Hasta que la práctica sostenida les permita
hacerlo individualmente y sin asistencia.
En todo caso esta metodología le devuelve la dignidad a la labor docente, según la cual quienes
enseñan pueden cambiarle la vida a un niño con solo transmitirle esperanza en sus propias
habilidades.
En conclusión, la ideologización de disciplinas como la educación convoca peligros. Algunas
creencias pueden despojar de herramientas a varias generaciones de niños, que se verán
incapaces de adquirir el saber.
Lejos está la educación de rechazar la innovación, las nuevas tecnologías y las vanguardias sociales
como soportes del conocimiento. Eso nadie lo discute ni deja de aplicarlo.
Pero, si incluso las pruebas oficiales han dado estos números lamentables, ya no existen excusas
para no motorizar el cambio. Cambio que no tiene por qué identificarse con una ideología, con
adhesiones partidarias, ni con ninguna afición especial.
La transformación, por el contrario, solo debe enfocarse en las prácticas pedagógicas probadas
que han garantizado el aprendizaje tradicional durante siglos.
Gisela Colombo (facebook)