El siguiente texto es parte de un material literario del periodista Mario Chiappino que formará parte de un libro que está preparando. En este relato intenso y lleno de imágenes el lector podrá adentrarse a través de la pluma del autor en historias reales con atisbos de ficción, que revelan sin pudor los hechos más significativos de su historia, que es en definitiva nuestra historia.
Por Mario A. Chiappino
Periodista
El sol pegaba furioso sobre la abarrotada playa ese mediodía de enero. Yo había llegado extrañamente temprano trepado al 210, que venía de la Siberia pasaba por el centro y llegaba hasta la parada de la calle Ricardo Núñez. Bajabas del bondi, agarrabas unas escaleras y se te aparecía de golpe la vista del Paraná y las islas, la Florida paga y cercada por un tejido de alambre, y la playa de al lado cuyo nombre nunca supe pero que era el lugar adonde tenía que esperar la llegada de mi compañero.
El cruce era alrededor de las 14, pero antes de la una de la tarde ya estaba sentado en el borde del paredón a partir del cual arrancaba la arena, debajo de una mísera sombra que apenas cubría unos metros. No lo hubiera confesado en aquel tiempo todavía teñido por esa represión devenida de mi militancia cristiana, pero mi repentina puntualidad tenía como meta disfrutar aunque sea un rato de la playa. En realidad ni el sol ni el agua me interesaban, sino la posibilidad de ver algunos culos, piernas, en fin ese exceso de piel que significaba el verano en Rosario, donde además las chicas parecían mucho más osadas que en nuestro pueblo. Mi cercano pasado en los grupos de la iglesia me había llevado en el año 79, apenas empezada la facultad, a acercarme a un tal Instituto Santo Tomás de Aquino, en rigor un grupo peronista que agitaba la bandera de la doctrina social de la Iglesia para zafar de las prohibiciones de la dictadura. Lo cierto es que el grupo tenía una casita en la isla, bien enfrente de La Florida, donde hacíamos algo que llamábamos “experiencias”, una especie de retiros más políticos que espirituales. En el verano había que ir a cuidar la modesta casita todos los días, porque estaba a la merced de pescadores, curiosos y cualquier depredador que anduviera por ahí.
De modo que ese caluroso mediodía, vestido con una remera, jeans y alpargatas, con una agenda, algunas revistas y un libro, que había apoyado en el mismo paredón en donde estaba sentado, esperaba la llegada de otro Mario de apellido Córdoba a quien tenía que reemplazar en la “guardia” de la casa de la isla.
“Perdoname, tenés fuego”, me dijo la morocha que se había parado y avanzado unos pocos pasos hasta el paredón en donde yo estaba sentado, distraído mirando otros cuerpos femeninos. “Sí, claro” dije buscando presuroso en mi bolsillo el encendedor. Tendría unos 30 años, rulos, rasgos moros, no de una belleza extrema pero lo suficiente como para llamar la atención de cualquiera. Pero lo que me puso nervioso fue su semidesnudez, que encima contrastaba con mi atuendo poco playero. Llevaba un bikini de esos que hasta ese día solo había visto en la tapa de la revista Gente de ese verano del 81. Una de esas tangas que empezaban desde una imprevista frivolidad a pelearle a la dictadura tanta moralina y oscuridad. “Acá lo encontré” dije casi tartamudeando mientras le agradecía en silencio a la colimba haberme enseñado mis recientes vicios: el alcohol y el cigarrillo. El año anterior, en una de esas guardias que se hacían interminables en el servicio militar, había empezado a fumar, y ahí estaba ese encendedor salvador que me daba alguna chance de que la charla no terminara allí. “Llevalo –le dije- por si lo necesitas después”. La morocha sonrió. “No, gracias –dijo- Igual sos muy amable”. Desanduvo unos pocos metros y se recostó en una lonita a tomar sol. Recién ahí me di cuenta de que estaba sola y me animé con un “Disculpame… ¿tendrías un cigarrillo para mi?”. Volvió a sonreir. Me mostró de lejos el paquete semivacío. “Perdón, dejá…” dije resignado dando por concluido mi increíble atrevimiento. “Vení, acercate, los compartimos”, propuso. Traté de mantener la calma y de parecer una persona acostumbrada a esas situaciones. Dejé mis cosas sobre el paredón y caminé lentamente, me senté sobre la arena caliente al lado de su lonita, mientras el sol me calcinaba la cabeza y empezaba a transpirar mezcla del calor y de los nervios. La charla transcurrió por lugares comunes: yo estudiaba economía y comunicación, recién salía de la colimba, no tenía novia. Ella era separada, no tenía hijos, trabajaba en un negocio de ropa en el centro, estaba de vacaciones y recién había vuelto de pasar unos días en la costa atlántica. Hacía enormes esfuerzos por no recorrerla tanto con mi mirada, porque sabía que se iba a dar cuenta y temía quedar como un pajero inexperto. Hasta que le conté que estaba esperando a mí amigo para cruzar a cuidar la casa de la isla. “Ah sos de un grupo religioso” me dijo ya sin dudarlo, corroborando y uniendo mi apariencia física, vestimenta y actitudes. “No, para nada”, le mentí obviando explicarle el resto y por supuesto la cuestión política.
Lo cierto es que por algún morbo con pendejos virgos, por soledad o porque algo de mi le había gustado de verdad, en pocos minutos acordamos volver a vernos al día siguiente, cuando yo volviera de la isla. “Nos encontramos acá, en este mismo lugar a la tardecita y veremos que nos depara la noche”, dijo con picardía. Se acercó, me despidió con un beso mitad en la mejilla mitad en la boca y se fue caminando hacia el río, mientras yo solo atinaba a mirar su andar sensual sin todavía poder creer lo que había pasado.
Recién ahí caí en la cuenta de la hora, eran apenas pasadas las 2 de la tarde y vi venir el bote con mi compañero remando todavía a unos 100 metros de la orilla. Apenas agarre las cosas y empecé a caminar hacia el río sentí el grito. ” Tirate al piso, la concha de tu madre!!!!! “ Cuando miré hacia atrás me venían corriendo 3 tipos vestidos de militares. La carpeta y las revistas volaron mientras yo me desplomaba en la arena y la gente que estaba en la playa empezaba a correr sin entender nada. Uno me puso la rodilla en la cabeza mientras otro me cruzó las manos por detrás de la espalda y me esposó. Cuando pude levantar la vista, vi que del bote en donde venía remando mi amigo empezaron a salir más milicos que venían escondidos en el piso y una enorme lancha de Prefectura aparecía en la escena como un fantasma. Lo miré a mi compañero mientras lo bajaban del bote y lo volvían a esposar. Tenía algunos golpes en la cara. “Tranquilo” me dijo y nos subieron a los 2 a la lancha de Prefectura. Nos cruzaron a la casita de la isla, en donde estaban desde el día anterior interrogándolo. “Vos no sabés pendejo en la que te metiste”, me dijo uno de bigotes mientras me metía a empujones en la pieza de la casa. Me rodearon cuatro más y el de bigotes empezó a preguntar mientras cargaba un arma larga. Me apuntó a la cabeza y repetía a los gritos siempre las mismas preguntas: qué hacíamos ahí, de qué grupo éramos y cómo una obsesión repetía “¿dónde están las armas?”. Afuera de la casa habían excavado un par de lugares “sospechosos” pero por supuesto no habían encontrado nada. No podían entender cómo en ese lugar podía haber funcionado un grupo de militantes políticos sin que ellos lo supieran. Cuando empezaba a oscurecer en la misma lancha nos llevaron a Prefectura, en la Fluvial. En un pasillo me crucé con un pibe de Cañada que hacía ahí la colimba. “¿Que te pasó?” me preguntó. “Nada, no sé” dije avergonzado, sintiéndome casi un delincuente y rogando que no contara nada.
Ya era de noche cuando después de otro interrogatorio nos vendaron los ojos y nos subieron a la parte de atrás de una camioneta. Anduvimos varios minutos, entramos a un lugar, nos hicieron bajar y de nuevo caminar, cruzar puertas, pasillos, unas escaleras. Cuando nos sacaron las vendas nos hicieron bajar a un sótano con un par de camas de hierro sin colchones y el piso lleno de agua. No puedo calcular cuánto tiempo pasó. Todo parecía interminable. Primero se lo llevaron al otro Mario, mi compañero. Después a mí hacia otra habitación y de nuevo las preguntas, ahora mirando contra una pared y con una fuerte luz blanca de frente. Un par de personas me preguntaban desde atrás. Eran un poco más amables que todos los anteriores y hacían preguntas políticas, sobre organizaciones y datos que yo desconocía. Supongo que era de madrugada cuando nos volvieron a llevar al sótano en donde estaba la celda llena de agua y oscura. Y volvieron a pasar horas, a hacerse de nuevo interminable el tiempo. Creo que estábamos más desconcertados que asustados. Casi ni hablamos entre nosotros y sólo nos dimos cuenta que hacía más de un día que no comíamos cuando por una ventana nos pasaron dos platos de un guiso pastoso que ni probamos.
A la tardecita del segundo día nos subieron a la camioneta, y ya sin vendas pude ver que salíamos del edificio de la Jefatura de Policía, que estaba a media cuadra de donde yo vivía. Nos llevaron de nuevo a Prefectura donde pude recuperar mi documento, la agenda, las revistas y mi libro, todavía con arena.
“Agradezcan que ahora primero preguntamos, y después tiramos”, fue toda la explicación que nos dio el milico que nos devolvió las cosas y nos dijo que nos podíamos ir. Un par de años más tarde me iba a enterar de que técnicamente había estado dos días desaparecido en el centro clandestino de detención más famoso de Rosario.
Era la noche oscura cuando empezamos a caminar cruzando la calle empedrada que da al monumento. Yo sólo rogaba que mis viejos no se enteraran nunca de lo que había pasado. Pero sobre todo me maldecía porque esa tarde me tenía que encontrar con la morocha de la playa, y me había perdido –y para siempre- el primer gran levante de mi vida.