Esta columna está escrita de un tirón, sin corregir, sin pensar. Es catarsis, confesión. Transgrede una de las normas básicas del periodismo, en parte está escrita en primera persona.
Por José Mayero
Hace un tiempo me hicieron una multa. Un radar móvil, a veinte kilómetros de ese radar me detienen y me notifican que venía a 169 km por hora. Juro y recontra juro que venía a 100 km. Es más, venía haciendo tiempo porque al lugar donde tenía que llegar debía hacerlo a las 14 hs. y tenía un margen donde me sobraba más de hora y media. Y no hice la prueba, pero estimo que el auto en el que viajaba no llegaba a esa velocidad máxima. Me pararon, la policía me trató muy mal, me hicieron la multa y después todo el proceso, notificación, descargo, no aceptaron el descargo, nunca me mostraron las pruebas y al vender el vehículo la tuve que abonar.
En la Argentina no es suficiente trabajar para el Estado hasta mediados de año con el pago de impuestos, la voracidad recaudatoria encuentra todo el tiempo atajos para meternos la mano en el bolsillo. De esa manara se ha consolidado un “Estado cazabobos” que alimenta en particular las arcas municipales y provinciales. Se trata de un inmenso sistema recaudatorio que funciona a través de radares, fotomultas, y supuestas infracciones, montado sobre una arquitectura jurídica que no resistiría el mínimo test de constitucionalidad. Es un sistema que se padece en silencio, pero que pega manotazos cada vez más grandes. Muchos municipios y provincias han encontrado en los radares, bajo la coartada de la seguridad vial, una forma de multiplicar sus ingresos. Parece un tema menor, de escala y jerarquía municipal, pero es un indicador de cómo funciona el Estado en la Argentina, y del nivel de atropello y arbitrariedad que sufren los ciudadanos. Es parte de una cultura: el Estado es implacable y abusivo para cobrar, pero al mismo tiempo exhibe niveles inadmisibles en la morosidad a la hora de prestar servicios esenciales. Cobra cifras siderales, pero falla en controles elementales.
Todo el andamiaje jurídico sobre el que está montado las multas es perverso, además de ser jurídicamente insostenible. No reconoce prácticamente el derecho a defensa, condena de manera automática, aplica sanciones desproporcionadas, acomoda sus reglas con arbitrariedad, impone mecanismos extorsivos de cobro, y como si fuera poco, establece interés y punitorios usurarios. Es frecuente que a la hora de vender un auto o sacar el carnet de conductor, el ciudadano se encuentre con deudas monumentales por presuntas infracciones de las que muchas veces ni fue notificado. Se labran actas de dudosa procedencias, de distritos alejados, que cobran a distancia, pero solo aceptan el descargo en forma presencial. Funciona como una trampa en la que el Estado se sienta a esperar que el ciudadano caiga. La exigencia de “libre deuda” para renovar una licencia de conducir o vender un auto adquiere un status casi extorsivo.
No estoy defendiendo que la irresponsabilidad vial no deba ser combatida con rigurosidad y mano firme. Lo que estoy cuestionando es que bajo un supuesto interés por la seguridad vial, se encubre una desesperación por recaudar y hacer caja, donde el Estado en vez de tener fundamentos tiene coartadas. En el medio hay un fenomenal negocio vinculado a la instalación de cámaras, radares, sensores que son cualquier cosa, menos transparentes. El sistema de fotomultas deja al ciudadano en estado de indefensión. Su avance consolida una política de atropello y voracidad estatal, donde cada día se corren los límites, se imponen cosas por la fuerza, apelando a lo eficaz en vez de lo jurídico. Así se cargan multas a los autos y no a las personas, en contra del principio más elemental del derecho penal, contravencional o de faltas. Esa extorción estatal se sufre en silencio, tal vez alguna catarsis en la mesa familiar o en la charla en un café. No hay sindicatos, asociaciones, organismos, instituciones intermedias que representen y defiendan a ciudadanos extorsionados por las fotomultas. Es un ejemplo más de como el Estado avanza hacia un totalitarismo asfixiante de manera extractiva cuya única prioridad es recaudar para alimentar un barril sin fondo como son las arcas públicas.