En nuestro país convivir con la inflación no es una novedad. Salvo un puñado de años, el nivel general de precios creció casi siempre desde 1940 en adelante, incluyendo varios registros por arriba de 100% y dos hiperinflaciones. Ya más en el pasado reciente, desde hace algunos años la inflación no sólo subió un escalón más, sino que también se volvió más errática -impredecible- generando transferencias de ingresos entre sectores económicos y grupos sociales. El último año no se trató de una excepción a pesar de la pandemia. Los precios -medidos por el IPC- subieron 36,1% interanual y en lo que va de 2021 se mantienen a un ritmo de 4,0% mensual, que anualizado se aproxima a 60,0% anual. Para peor, la suba de precios el año pasado fue más intensa en el rubro de alimentos (42,1%) y en estos meses de 2021 no parece frenarse. La canasta básica alimentaria y total -que se emplean para medir la indigencia y pobreza de ingresos en nuestro país, respectivamente- también registran un crecimiento en línea con los indicadores anteriores. Así, los números muestran lo que se ve en la calle: cada vez cuesta más llegar a fin de mes, es decir, se encarece el costo de vida y las familias ven como se deteriora su bienestar.
Para intentar paliar esta situación, el gobierno actual echa mano a las herramientas que mejor se encuadran con su idiosincrasia: los controles. La pandemia y la cuarentena plantearon el marco de emergencia ideal para recuperar progresivamente estas prácticas de política económica. Los congelamientos de tarifas, alquileres, el establecimiento de precios máximos, el plan precios cuidados, los operativos de control y los más recientes congelamientos -por seis meses- de los precios de productos electrónicos. No conforme con el fracaso por controlar precios, recientemente se ha solicitado que las empresas utilicen a pleno su capacidad instalada de producción. Es decir, el gobierno ya no solo le esta fijando a las empresas el precio al que pueden vender sus productos, sino que también pretende decirles cuanto deben producir. Ni si quiera el dólar esta funcionando como ancla para detener la suba de precios y la expectativa de lograr un “gran acuerdo” entre sindicatos, industrias, gobiernos y agrupaciones sociales quedó en la nada misma hace tiempo.
Las proyecciones para este año -de acuerdo al REM del Banco Central- se ubican en 46,0%, bastante por encima de las estimaciones oficiales incluidas en el presupuesto nacional (29,0%) y de las negociaciones paritarias (33,0% en promedio). De este modo, 2021 también marcará en definitiva una retracción en el poder adquisitivo de los asalariados formales con variaciones durante el año y varias clausulas gatillos que intentarán recuperar parte de la capacidad de compra perdida. Ni que hablar de los ingresos para los trabajadores informales, los cuales además de ser perjudicados por la inflación y el retraso en la recuperación de sus remuneraciones, también se ven fundamentalmente afectados por los vaivenes en la administración de las medidas sanitarias.
Desde hace tiempo que la política económica en nuestro país no tiene entre sus prioridades la estabilidad de precios. ¿Por qué será? Algún intento bastante tibio apareció durante el gobierno de Macri, pero la falta de coordinación entra la política fiscal y monetaria tiró rápidamente por la borda la confianza inicial. Tal vez, porque predomina la visión de que controlar la inflación – y estabilizar otras variables macroeconómicas- necesariamente genera una contracción en la actividad económica. Por lo tanto, al momento de elegir se priorizan medidas expansivas en lugar de aquellas que podrían dar lugar a una disminución de la actividad. Claro está que este tipo de disyuntiva los gobiernos buscan resolverla siempre con la mira puesta en los votos. Pero también muchos votantes piensan en este sentido, priorizando un posible bienestar inmediato versus la promesa de una mejora sostenida a mediano plazo. Sin embargo, desde hace nueve años que convivimos con una inflación elevada y estancamiento económico, es decir, con estanflación. Ya no vemos la “cara buena” de la inflación, si es que la tiene.
Es evidente que ni la pandemia ni la cuarentena postergan la deuda que los gobiernos argentinos mantienen respecto a la inflación. Al contrario, en este contexto sus consecuencias resultan más visibles y se hacen sentir en el día a día de cada familia. Claro que el elevado gasto público, el déficit fiscal, el endeudamiento del gobierno y su falta de acceso al financiamiento, los controles de cambios, la enorme emisión monetaria producto de la pandemia, la indexación y los controles de precios son todos factores que embarran la cancha y complican el partido contra la inflación. ¿Reaccionaremos a tiempo o vamos a esperar que la situación empeore aún más?