Javier Milei no ganó solo una elección, ganó una narrativa. Su triunfo fue el desenlace de una larga decadencia política, económica y moral. Argentina no votó por un programa, votó por un grito.
Por Juan A. Frey
Y ese grito fue el de una sociedad cansada de la hipocresía, del doble discurso y del simulacro de alternancia entre proyectos que prometieron justicia social o estabilidad económica, pero que solo entregaron frustración. Milei es el espejo donde la Argentina decidió mirarse, y lo que devuelve ese reflejo es incómodo, un país hastiado, fragmentado y sin rumbo.
Conviene entenderlo; Milei no inventó la bronca, la organizó. No construyó el caos, lo interpretó. Su ascenso fue posible porque las fuerzas tradicionales el peronismo, el radicalismo y el macrismo se convirtieron en caricaturas de sí mismas. Mientras la inflación devoraba salarios y la pobreza alcanzaba niveles intolerables, la política se entretenía en internas mezquinas, candidaturas de laboratorio y gestos de marketing.
El discurso de Milei, brutal y elemental, penetró allí donde la política profesional dejó de llegar. Su mensaje no fue económico, fue emocional, una revancha contra la casta, una catarsis colectiva. Lo que muchos no comprendieron es que en una sociedad herida, la ira es más persuasiva que cualquier programa de gobierno.
El peronismo perdió mucho antes de perder la elección. Perdió el día que dejó de ser movimiento para convertirse en estructura, el día que prefirió conservar cargos antes que representar causas. La falta de una elección interna competitiva fue la confesión de su agotamiento, un peronismo que teme debatir ya no es un peronismo en pie.
Sergio Massa representó la continuidad de un modelo agotado. Intentó presentarse como garante de estabilidad, pero su figura sintetizaba la contradicción de un espacio que ya no podía prometer futuro. Detrás de Massa, el kirchnerismo se desvaneció en su propio laberinto. Cristina Fernández, que alguna vez supo ser la intérprete de la esperanza popular, quedó atrapada en la defensa de su legado y en la nostalgia de una épica que ya no existe. El kirchnerismo murió no por persecución, sino por desconexión.
Los más de 12 millones de argentinos que no votaron representan algo más profundo que la apatía; representan el divorcio entre pueblo y la política. Son los huérfanos del sistema, los que viven fuera del radar de las instituciones, los que ya no esperan nada del Estado. La mitad del país sobrevive sin empleo formal, sin futuro, sin expectativas. ¿Qué podían encontrar en una boleta electoral? La abstención fue un voto en blanco existencial, una forma de decir: “ninguno nos representa”.
En esa abstención masiva hay un mensaje que las élites no quieren escuchar, el descrédito de la democracia como herramienta de cambio. Una sociedad que no cree en el voto está al borde del colapso cívico.
Buena parte del voto joven y también del no voto expresa una generación sin horizonte. Una juventud precarizada, sin acceso a la vivienda, sin estabilidad laboral, sin expectativas de progreso. Mientras la dirigencia discute candidaturas y cargos, millones de jóvenes sobreviven de changas, criptomonedas o rebusques digitales.
Milei supo explotar esa desesperanza con un discurso de libertad individual que, paradójicamente, ofrecía lo mismo que criticaba, un nuevo dogma. Pero ese dogma tuvo éxito porque nadie más habló con ellos. El progresismo argentino abandonó a los jóvenes hace años, encerrado en su propia retórica universitaria y en una moral de laboratorio.
La pregunta “¿seremos colonia de Estados Unidos?” puede parecer exagerada, pero encierra un debate crucial. Milei no oculta su admiración por Washington ni su intención de alinearse incondicionalmente con el mundo financiero global. Su proyecto económico, dolarización, apertura total y desregulación implican ceder soberanía a cambio de estabilidad.
La Argentina corre el riesgo de transformarse en una economía subordinada, sin política industrial, sin banca nacional y sin control sobre su propia moneda. No será colonia en términos coloniales, pero sí en términos económicos, un país que delega sus decisiones estratégicas a cambio de promesas de inversión y aprobación del FMI.
El triunfo de Milei obliga a un ejercicio doloroso, mirarnos sin excusas. No fue Milei quien destruyó la confianza social, fue la política tradicional. No fue él quien empobreció al país, fue una clase dirigente que durante décadas confundió poder con impunidad. Milei es el emergente de una sociedad que ya no cree en nadie, que ya no tiene héroes ni proyectos colectivos.
Pero su llegada al poder también abre una paradoja, ¿puede el discurso del odio y la demolición construir algo nuevo? ¿Puede un país refundarse sobre la negación de su historia, de sus derechos y de su identidad política?
La Argentina eligió romper el espejo. Ahora falta saber si, entre los fragmentos, encontrará la fuerza para reconstruirse o si quedará atrapada en su propio reflejo de furia y desolación.


































