Hace ciento setenta y un años que José Francisco de San Martín, Generalísimo de la República del Perú y fundador de su libertad, Capitán General de Chile y Brigadier General de la Confederación Argentina, dejaba esta vida temporal, para pasar a la vida eterna y quedarse para siempre en la memoria de los pueblos por quienes dio todo en el suelo que lo vio nacer y nada les pidió a cambio.
En un lugar llamado Yapeyú, una simple reducción de indígenas fundada en 1626 por la Compañía de Jesús perteneciente al sistema de las misiones guaraníticas, hoy provincia de Corrientes, un 25 de febrero de 1778 nació José Francisco, hijo de Doña Gregoria Matorras y Don Juan de San Martín, para aquella época hacía poco más de siete años estaban casados y llegaron a tener cinco hijos.
Luego de pasar por Buenos Aires y educarse en los primeros pasos, la familia San Martín viajó a España en 1785, donde José Francisco continuaría sus estudios en el Seminario de Nobles de Madrid, lugar en el que se educaba la nobleza del reino en, además de la religión, lengua castellana, latina, francesa, historia natural, geografía, física experimental y matemáticas pura entre otras.
En el año 1789 ingresó como cadete al Regimiento de Murcia, tuvo su bautismo de fuego a los trece años de edad, asistió a cinco campañas hallándose en diecisiete acciones de guerra, desde la Plaza de Orán soportando treinta y tres días el ataque de los Moros el 25 de Julio de 1791 hasta la batalla de Albuera el 15 de mayo de 1811 donde fue hecho teniente coronel efectivo en el mismo campo de batalla. Soportó el rigor del combate contra moros, franceses, ingleses y portugueses forjando escuela en el mismo campo bélico, pero nunca olvidó sus orígenes ni desconoció su deber como americano.
Enterado de la Revolución de Mayo y los sucesos en el nuevo mundo, se embarcó con la noble misión de ofrecer sus servicios a la causa de emancipación americana. Llegó a este continente el 9 de marzo de 1812, según afirman las letras en una página de la Gaceta de Buenos Aires de la época. Fue recibido por el gobierno del momento, quienes con cierta desconfianza le reconocieron el grado militar y le dieron la misión de formar un regimiento que sirviera de base para concretar la independencia de las Provincias Unidas.
No pasó mucho tiempo, cuando la mirada de Remedios lo dejó prendado para siempre en el salón de los Escalada, una joven muchacha de familia notable, con quien se casaría el 12 de septiembre de 1812, la misma que junto a mujeres de la época, inspiradas por el más sublime sentido de amor a la patria, contribuyó a armar los brazos de quienes asegurarían nuestra libertad. Más tarde tendrían a su única hija Merceditas.
El joven oficial de 34 años de edad y una larga foja de 22 años de servicio, con la que había logrado algunas consideraciones, tuvo desde entonces como preocupación principal, la formación de un cuerpo de soldados bajo una acertada disciplina militar elevada en valores y virtudes, las cuales serían los pilares fundamentales del naciente ejército. El Regimiento de Granaderos a Caballo, que con el tiempo haría alarde de su pericia en San Lorenzo el 3 de febrero de 1.813, en aquel combate, saludó desde lejos a la muerte gracias al inmortal granadero Juan Bautista Cabral, más tarde, el mismo regimiento marcharía victorioso por medio continente, dejando atónitos a cuantos testigos lo vieran, contagiando la libertad a su paso.
Luego de haberse hecho cargo del Ejército del Norte en 1814, intercambiado ideas con el general Manuel Belgrano, y comprender que por esas latitudes la Patria no haría camino, se dispuso ir a Cuyo donde sería gobernador; formar un ejército en Mendoza, cruzar la cordillera y liberar Chile para luego llegar al Perú, no sin antes dejar la tarea de resistir en la frontera a Martín Miguel de Güemes, convencido de que la guerra por la independencia no finalizaría hasta que no sea ocupada Lima.
Vemos en la planificación de su campaña una clara muestra de su genio extraordinario, como afirmó el general Gerónimo Espejo en su obra El Paso De Los Andes:
…supo dominar los hombres, los pueblos, las situaciones y hasta la naturaleza misma. Parecía haber hechizado a los mendocinos: tal era la afección que le profesaban. Era prudente, astuto y sagaz para todas sus combinaciones, pero usaba de estas cualidades con la nobleza y lealtad que es dado a los espíritus de alto temple¨.
Desde Cuyo impulsó la declaración de nuestra independencia en 1816, y comenzada la grandiosa empresa, junto a su Ejército enfrentó los Andes, triunfó en la cuesta de Chacabuco, llegó a Santiago y alcanzó los laureles en los llanos de Maipo en abril de 1818 dando libertad a Chile, agradeció la generosa ayuda recibida del cielo por medio de la Virgen del Carmen, a quien había nombrado Patrona y Generala del Ejército de los Andes. Dirigió sus afanes y operaciones hacia el Perú, partiendo de Valparaíso el 20 de Agosto de 1820. Entró en Lima el 9 de julio de 1821, diecinueve días después hizo proclamar y declarar la independencia pronunciando lo siguiente: «El Perú es desde este momento libre e independiente por voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende», y esa misma tarde dejó sentada la razón por la cual esta humilde reflexión merece la atención de quienes la lean: “Al americano libre corresponde trasmitir a sus hijos la gloria de los que contribuyeron a la restauración de sus derechos”.
Como último plan para terminar la guerra, diseñó la campaña por los Puertos Intermedios, pero al enterarse de la oposición de Buenos Aires a socorrerlo y al no tener medios para mantenerse en Lima, se embarcó para Guayaquil a conferenciar con Simón Bolívar. Consciente de que la prolongación de la guerra por la independencia causaría la ruina de sus pueblos, le ofreció sus tropas y decidió retirarse dejando el campo libre para que éste bajara de inmediato al Perú.
Al retirarse del Perú y luego de pasar por Chile, se embarcó desde Buenos Aires hacia Europa el 10 de febrero de 1824 acompañado de su hija. Hacía seis meses que su esposa y amiga había fallecido; sólo pudo rendirle un homenaje póstumo a esa noble mujer que sacrificó su juventud uniendo su nombre al suyo, y que que muy poco tiempo llegó a estar a su lado.
Para ese entonces, su valor, su genio y sus hazañas eran conocidas en el viejo continente. Llegado a las costas europeas tuvo trabas para ingresar en Francia, pasó a Inglaterra y luego a Bélgica, era un enemigo de reyes y libertador de pueblos que sólo deseaba dedicar sus últimos años a la crianza de su hija.
En 1829 volvió a Buenos Aires, pero desalentado por la sombra del caos que nublaba el presente en estas costas, pasó unos días en Montevideo, y desde el mar saludó a su América para nunca más volverla a ver. Sus pensamientos y preocupaciones permanecieron siempre en los problemas soberanos de nuestra Patria, así quedó demostrado en sus cartas y en las memorias de quienes estuvieron cerca en sus últimos años.
Finalmente a la edad de 72 años, en su residencia de Boulogne Sur Mer Francia, pasó a la eternidad el 17 de agosto de 1850, treinta años después sus restos fueron traídos al país. Hoy una guardia de honor de sus Granaderos lo custodia en un mausoleo en la Catedral de Buenos Aires, tal como deseaba según su testamento, para permanecer en el corazón de la Patria que lo vio nacer y en el de los argentinos, pueblo que fue principio y razón de su existencia.
El General San Martín, llevó a la realidad los valores más trascendentes que deben ilustrar a un ciudadano de esta Nación, un hombre de fe que puso en práctica el sentido de la Libertad, el Valor, el Honor y el Deber. Nuestro Padre de la Patria dejó un legado imborrable que fue internalizado por generaciones enteras que, haciendo esfuerzo y sacrificio colectivo por un bien común, se despojaron del egoísmo entendiendo que no hay nada más importante para todos que la Patria. No se ama una Nación porque es grande, para que sea grande primero hay que amarla, como la amó el General San Martín.
*Por el teniente primero Elías Sánchez. Oficial del Regimiento de Granaderos a Caballo “General San Martín”.
Fuente: www.argentina.gob.ar